Como el futuro es incierto y es imposible saber si podré continuar en Japón en los próximos meses, creo que ha llegado el momento de valorar aquellos aspectos de mi vida en Japón que, de volver, echaré mucho de menos.
1º.- Las calles: Nunca me han gustado las grandes ciudades, pero creo que con Tokyo he hecho una excepción. Me gusta el aspecto tranquilo y familiar de los barrios tokiotas. Perderme por el dédalo de callejuelas de típicas casas unifamiliares niponas, es uno de los placeres que echaré en falta. Los gatos, que cruzan rápidamente o se quedan vigilando esperando a que pases y les dejes la calle toda para ellos, son los reyezuelos de este mundo. Un mundo que se compone de entresijos verdes y oscuros, poblados de plantas feraces que desafían al cemento y de manidas herramientas esperando a ser útiles, y que es el resultado de la necesidad de construir los edificios con cierta separación para evitar el efecto domino en caso de terremoto.
Me gusta que la calle esté permanentemente invadida por macetas y que los niños no tengan reparos a la hora de dejar la pelota, el patinete u otros juguetes, abandonados en la calle, toda la noche, sin miedo a que se los roben. Igual que hacen los adultos con bicicletas, útiles de jardinería e incluso peceras. Me encanta la sorpresa que se esconde tras cada esquina, en forma de decoraciones estrafalarias, buzones pintorescos, plantas bellísimas y extrañas e incluso algún barreño en el que, para no perder las raíces, se planta simbólicamente el arroz.
Me entusiasma, asimismo, la variabilidad constructiva: pisos de lujo; apartamentos de medio pelo; casas unifamiliares de este siglo, del anterior, del otro incluso; casas decrépitas que sorprenden por mantenerse aún en pié y en las que encima vive gente, susceptibles de vencerse tras un terremoto pero que, milagrosamente, siguen incólumes (quizá alguna chapa más); casas de los 60 o 70, en las que ubicas una película de Ozu y que dejan la planta baja para los aparcamientos; etc. Y todas ellas juntas, a la limón, sin orden ni concierto. Un rosario urbano en permanente mutación, fluctuando de forma casi desapercibida. Y me sigue sorprendiendo encontrar lotes vacíos, descampados, limpios de todo desperdicio humano y separados quizá de la vía urbana por una simple cuerda.
Me encanta que sigan existiendo carteles de hace 30 o 40 años, conminando a los conductores a conducir con precaución porque podría haber niños jugando o que la ciudad es de todos y hay que mantenerla limpia, avejentados por las inclemencias pero respetados en su senectud. También es un placer toparte con un tablero de anuncios que, en mitad de la calle, te ofrece la actualidad del barrio y el distrito, así como aquellas noticias más relevantes que los vecinos hayan querido colgar; enterarte de esta forma de que el equipo femenino de fútbol del instituto más cercano ha ganado un campeonato regional, para orgullo de toda la comunidad, me hace sentir, incluso siendo extranjero y participar poco, un poco parte de ella y extrañamente conmovido. Adoro que cerca de las escuelas haya señales para los niños, en forma de azulejos con diversos motivos infantiles y educativos; o que la imagen de un mono comiéndose un plátano, en el suelo, me diga que me detenga en un paso a nivel.
Me encantan las calles japonesas, con todo lo que he dicho y mucho más. Me encantan porque no me da la sensación de haber salido de casa, de continuar hallándome en un lugar familiar y cómodo. Me encantan porque puedo recorrer en 20 metros varias décadas, y ser consciente del peso de la historia (así, en las minúsculas de la intra-historia). En definitiva, me encantan porque es una de las cosas que trasladaría a los suburbios de mi país sin dudar.